Con independencia de los libertinajes humanos de algunos papas del
pasado, los tropeles en el Vaticano, por hache o por be, fueron siempre
(lo siguen siendo) una constante en la historia de la Iglesia, que
empañan sin duda la otra cara de la institución, la que socorre y ayuda a
los desfavorecidos, con arquetipos tan irreprochables como el de
Cáritas, por ejemplo. Los banqueros de Dios pocas veces estuvieron a la
altura de lo que demanda la honestidad de una gestión financiera que
debiera ser por razones obvias intachable, aun siendo más humana que
divina. Por algo será que rugen las estructuras pontificas cada vez que
se filtran secretos, siendo como es el gobierno pontificio un paradigma
del secretismo. El papa Francisco llegó con el propósito, o eso parece,
de frenar la perversión, y de momento no parece que lo consiga, quizá
porque no tiene remedio. Pero al margen de todas estas vicisitudes
afloró un dato que pasa desapercibido y que es fiel reflejo de que se
predica una cosa y se hace otra: de cada diez euros que llegan a San
Pedro para obras de caridad, solo dos son para tal fin. Los ocho
restantes se pierden por el camino del señor…