La sinceridad no es precisamente virtud que anide en los políticos, sea cual sea el color o ideología. Anteponen digresiones verbales, eufemismos, circunloquios y todo lo que haga falta a la franqueza, como si los ciudadanos comulgasen con ruedas de molino. A nadie se le escapó que, con incomprensible retraso, la directora de la Agencia Tributaria fue relevada por el cúmulo de errores en las ventas de las fincas atribuidas a la infanta Cristina. Una meridiana destitución para intentar frenar el escándalo, que se vendió por el Gobierno como casual renuncia ajena al caso, disfrazada de “una decisión personal” de la involucrada, igual que si se tratase de una simple coincidencia en el tiempo. Son cosas que no cuelan y con lo fácil que hubiese sido decir la verdad. Esta señora puede que no sea la culpable directa del desaguisado, pero sí era la responsable del servicio y por ello cobraba. Claro que tampoco es la única; por extensión lo es más incluso el propio ministro, pero la cuerda siempre rompe por lo más flojo.
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